Me llamo Ana Frank (fragmento) Obra: Me llamo Ana Frank | Autor: Carmen Gil | Tipo de texto: Narrativo | Etapa: Primaria | Lecturas: 2155 Era un día caluroso de julio. Mamá estaba en la cocina, preparando una choucroute, creo recordar, porque la casa olía a repollo. Papá había salido a trabajar temprano. Margot leía en el salón y yo estaba ordenando mi colección de fotografías de actrices de cine. De pronto, alguien llamó a la puerta y mi madre salió a abrir. Era un señor con una carta para mi padre. En ella decía que él y mi hermana Margot tenían que presentarse ante las SS. Las SS eran una especie de policía al servicio de Hitler. Nada más leer la citación, mi madre se echó a llorar como una desesperada. Todos habíamos oído hablar de ese tipo de citaciones. Se decía que los que acudían a ellas acababan encerrados en un campo de concentración. Cuando papá llegó a casa, mamá y él nos sentaron y nos explicaron que llevaban más de un año preparando un refugio para escondernos en él en el momento en que lo necesitáramos. Ese momento había llegado. Fue la primera vez que sentí miedo de verdad. Con los ojos llenos de lágrimas, me encerré en mi habitación. Allí cogí la cartera del colegio y metí unas cuantas cosas dentro. Lo primero: mi diario, claro. No podía marcharme dejándome a Kitty por detrás. También eché algunas plumas. Papá nos había dicho que no podíamos llevar maletas para no levantar sospechas. Estaba tan nerviosa y aturullada que no atinaba a escoger. Decidí llevarme también un cuaderno. ¡Ah!, y un cepillo. Mi pelo negro y brillante era el rasgo físico del que me sentía más orgullosa. Me gustaba pasarme el cepillo una y otra vez hasta dejarlo liso y desenredado. Ana la presumida. Pero en ese momento no estaba para coqueterías. Miré a mi alrededor y suspiré. Cuánto tardaría en ver de nuevo mi habitación… En poder hojear mis libros o achuchar a mi muñeca preferida. En ponerme mi vestido de lino blanco. En oír el tictac de mi despertador… Entre hipidos, conseguí ponerme, uno encima de otro, unos cuantos trajes para poder llevarlos conmigo. En sólo unos minutos, de ser una niña tirando a flaca, me transformé en una chica rellenita. O eso parecía, con tanta ropa encima. ¡Casi me asfixio de calor! Aunque me empeñé en llevarme conmigo a mi gato Moortje, mis padres se negaron en redondo. Un puñado de judíos, con la estrella amarilla en la ropa, bolsas y carteras en las manos y un gato a cuestas, podía resultar de lo más sospechoso. Así que no tuve más remedio que dejarlo en casa con una nota para el vecino. Al menos me iba con la tranquilidad de que mi gatito estaría bien cuidado. Para colmo de males, cuando salimos de casa llovía a cántaros. Parecía que la noche había decidido llorar con nosotros. A pesar de todo, en el fondo de mi corazón brillaba una pequeña luz. Esa que hacía que todo para mí se convirtiera en una aventura. Así que respiré hondo, me sequé las lágrimas, miré a mis padres y apreté el paso dispuesta a empezar nuestra nueva vida llena de energía y de esperanza.